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Arturo Bosque

TAMBOR de SEMANA SANTA

Por José-Luis Félez Soriano

 

1-      Los preparativos.

El fin de semana anterior al Miércoles de Ceniza es uno de los días del año más esperados en el pueblo donde nací, Alcañiz (Teruel). Porque ese día se inicia un ceremonial que todos los años se repite con sincera devoción (aunque solo se tenga para eso): Hay que subir al granero o bajar al trastero y, con cuidado, coger ese bulto  de unos 50 cms. de diámetro y 20 de grosor, envuelto en una tela suave. Es el tambor, mi tambor de Semana Santa, que aguarda impaciente durante todo el año que lleguen estas fechas para volver a ser protagonista. Y uno vuelve al piso silbando de contento, con el bulto bajo el brazo y manda desalojar totalmente la mesa del cuarto de estar, y lo destapa, y lo toma en las manos, y lo besa, y lo  mira por delante y por detrás y alrededor, y se observan las cuerdas o las llaves, y las pieles… Es mi tambor, EL TAMBOR.

Se inicia el rito de la preparación. Lo primero quitarle el posible polvo y después ir, poco a poco, apretando las cuerdas en el caso de que sea un tambor de tradición, antiguo, el que llevaba mi padre o quizás mi abuelo, de un sonido más grave pero más cálido, más íntimo y que trae grandes y amables recuerdos, o bien ajustar las llaves en los modernos,  mayoría de los que se usan ahora, por prácticos y elegantes, de un sonido más brillante, pero más metálico, donde la vibración de las cuerdas permite que el palillo redoble mejor. En aquel, cuyas pieles eran de cerda y por tanto tenían vida, se van apretando poco a poco, dándole varias pasadas, porque han estado relajadas, aflojadas tras la última procesión y el último toque, todo el año y hay que tratarlas con mimo. En los nuevos no hace falta. Son de fibra y lo soportan todo mucho más. Incluso el agua de lluvia durante la procesión.

Y se cogen los palillos y, con unción, se les da el primer palillazo, suave, ligero, con cariño, como si solo lo quisieras oir tú,como si fuera un saludo, como demorando el instante glorioso del comienzo del toque de tambor, las manos y las muñecas torpes, pues por eso los “entrenamientos” de cada año empiezan el Miércoles de Ceniza de manera oficial (o, al menos empezaban; ahora cada cual quizás haga lo que quiera y como quiera).

 

2- Los entrenamientos

Y durante toda la Cuaresma, al volver del trabajo a medio día, mientras la esposa o la madre prepara la comida, y por la tarde, antes de que anochezca, hay que subir a la terraza para intentar recobrar la agilidad y habilidad dormida. Y se debe tocar en la terraza, lugar desde el que no se molesta a nadie; y por aquí y por acullá se oyen sonidos de tambores, igual que en las madrugadas los cantos del gallo.

Al principio las manos no responden, las muñecas están anquilosadas, los palillos se resbalan de entre los dedos. A medida que transcurre el tiempo, pocos días,  los palillos siguen la orden que reciben y redoblan o repiquetean, según sea menester, con alegría, ritmo y sabiendo lo que dicen. Los distintos toques van viniendo a la memoria, poco esquiva por cierto pues eso se lleva en el corazón y al corazón le cuesta mucho olvidar, y uno siente que el espíritu se va sientiendo más a gusto, más centrado en lo que hace, más satisfecho.

 

3- Ha llegado el día.

Cuando los sentidos perciben la cercanía del día, se escucha con interés la previsión del tiempo. No debe llover, ese día. Sobre todo pensando en la túnica tan delicada, con lo que costó plancharla. Desde el año anterior, al terminar la procesión, la esposa o madre  la planchó y la guardó en un armario colgada de una percha y enfundada en una bolsa de plástico, y recogió el tercerol, pasándole un hilván a cada doble, y enrollándolo, para que no pierda ni la tersura ni el plisado y al año que viene cuelgue con gracia y bien trazado. No debe llover, por tanto, ese día. La camisa blanca, la corbata negra, como requiere el sentimiento de dolor que domina esos días, los zapatos negros, relucientes. Y los guantes, mejor blancos de algodón, o negros de piel, que no importa. O las manos al aire, que tampoco está mal. Este es el uniforme. Después cada cual va… como quiere o como puede.

Ese día se come antes de lo habitual. La procesión saldrá a las trece horas en punto y sería muy tarde comer luego. Es Vigilia. Ayuno y abstinencia. Y el buen cristiano, cumple con esa mínima obligación, La comida es apropiada, por tradición: Garbanzos de ayuno con huevo duro rallado y bacalao en salsa de harina con perejil y ajos fritos. Postre. Café.

Y, en seguida, a vestir. Es la mujer quien con más ilusión, si cabe, que el propio interesado, le coloca la túnica y el tercerol, azul celeste de sedatín. Y por debajo el correaje, sobresaliendo a la altura de la cintura la clavija de donde colgaremos el tambor. Y cuando la mujer se separa unos metros, nos mira de arriba abajo y la vemos sonreir, podemos ya dirigirnos a la puerta y salir a la calle. Todo está perfecto.

Es un acto importantísimo si hay hijos pequeños. A todos se les cae la baba. Yo perdí en un traslado (cualquier día aparecerá) una fotografía mía, en la Plaza del Ayuntamiento, antes de la procesión, con mi túnica y mi tambor, y tan apenas dos años. El orgullo del padre y de la madre es inenarrable. Y encantador cuando el niño se sale de la hilera de la procesión sin apercibirse y el padre, detrás, se sirve del palillo para recogerlo y llevarlo al buen camino. Y una nota muy importante es la de advertir a nuestra abuela, madre, esposa, tías por qué lado iremos, para que no dejen de vernos desfilar. Y de nuevo  el orgullo a flor de piel.

 

4- La procesión.

Todos los participantes, a partir de las doce, salen de sus casas y, tocando el tambor se van congregando en la Plaza de España, de donde a las trece saldrá la procesión. Las filas se van formando espontáneamente, aunque cada uno procura unirse con sus amigos. Y eso sí, en la fila que se ha indicado a los familiares.

Y comienza, a las trece horas en punto, la procesión. De trecho en trecho, haciendo uso del progreso, el sacerdote lee por megafonía el pregón del “entierro de Jesús, que se celebrará mañana, sábado, a las 16 horas de la tarde”. Espectacularmente, el silencio de los tambores se ha hecho total y los oídos siguen vibrando por el estruendo soportado. En el interior de las hileras, estandartes representando las doce tribus, la Virgen acudiendo al encuentro de su Hijo, mientras los tambores, con sus diversos toques, muestran bien a las claras el temblor que sacudirá a la tierra destruyéndolo todo, incluso el templo, en el justo momento de la muerte de Jesús.

Al finalizar, el tamborilero regresa a casa tocando el tambor. Poco a poco el ambiente habitual va adueñándose de las calles. A las 20 horas, sale la procesión de la Soledad de la Virgen y el silencio solo es roto por la banda de cornetas y tambores que la acompañan. (Yo llevé durante muchos años el tremendo paso de la Virgen y mis hombros se sienten huérfanos por esas fechas y mis ojos se siguen llenando de lágrimas). Cuando la procesión termina, los tambores vuelven a la calle y dan rienda suelta a sus deseos.

 

5- La procesión del Entierro.

El Sábado Santo a las dieciseis, de nuevo con su túnica, su tercerol y su tambor, sale a la calle, para recorrer el camino que conduce al Entierro de Jesús. Es una procesión que acoge a todos los pasos que han desfilado durante toda la Semana Santa, como un breve recordar los momentos de más trascendencia en la Pasión. Desde La Burreta (entrada en Jerusalén), hasta la sepultura en la que será enterrado. Y cuando todos hemos llegado a la Plaza, y a un toque de corneta, se hace el silencio, el sacerdote da cuenta de la ceremonia que se va a celebrar y un hebreo al que vigila de cerca un guardia romano, enseña al pueblo los sellos con los que  lacrarán el sepulcro. Rompen a tocar los tambores, desfilan los pasos hasta la Iglesia, y el tamborilero va recogiéndose, eso sí, sin prisas, a casa donde se dará paso a la ceremonia inversa con que se empezaba a narrar esta historia: se quita el tambor, el tercerol y la túnica que la mujer revisará y arreglará debidamente para ser todo guardado de nuevo. Se aflojará el tambor, si es de cuerdas, y se envolverá y se dejará reposar todo un año, empezando por tanto, de nuevo la espera…

 

6- Los sentimientos.

Los sentimientos, es cierto, quedan ocultados por el carácter meramente profano que se da al tambor, tradición que cada vez disfruta de mejores raíces. Participa todo aquel a quien le gusta, y dispone de túnica y tambor. Piense como piense, sienta como sienta, crea en lo que quiera, se considere o no cristiano. La manifestación está hecha. La tradición, cumplida.

Pero para aquel que acude acompañado del espíritu religioso que entraña, el tambor le permite acompañar y compadecerse de Jesús en su Calvario, sufrir con su sufrimiento, y rogarle que no se haga de esperar para resucitar, que lo estamos esperando. Y cada año, cuando llega Miércoles de Ceniza, vuelta a comenzar…

 

 

José-Luis Félez Soriano

 Zaragoza, 2006

 

 

 

POSTDATA AL TAMBOR DE SEMANA SANTA

 

 

            Hace unos días daba rienda suelta a mis recuerdos de tiempos no excesivamente lejanos haciendo presente los sentimientos que me produjo entonces y que todavía me produce ahora mi tambor de Semana Santa, ese instrumento de un único sonido pero de múltiples melodías dependiendo de la habilidad del tamborilero. Todos sabemos que igual acompaña un desfile, que un paso de Semana Santa, que un rock and roll, que un blues, que una charanga… Con todo el resto de los instrumentos encaja y desempeña su papel. Yo os participaba la sensación que nos produce a los bajoaragoneses haciendo que nuestras cuerdas más íntimas vibren concatenadas con la propia vibración de las del tambor que le arranca el tamborilero, convirtiéndose en prolongación de aquel.

 

            Los hombres somos así de descuidados: mucho sentir el tambor, mi tambor, y no se me ocurrió pensar físicamente en él. Ayer me acerqué a Cabañas de Ebro, donde disfruto con mi mujer de un retiro hortelano, a regar las patatas, ajos y cebollas, y al revolver un poco en una habitación en desuso, a la que van a parar todas las cosas prescindibles por lo menos temporalmente, me di de bruces con el mágico bulto que os describí, envuelto en su más apropiada tela, con su correaje y sus palillos al lado. Tamborileé con las uñas de la mano y un temblor me recorrió por la espalda, mezclado con un sentimiento de frustación y de pena por mi olvido de él.

 

            No disponía de tiempo, pero me comprometí a volver lo más pronto posible, y hacer la ceremonia de toda la vida: desembalarlo, quitarle el polvo, mirarlo por todos los lados, darle un beso y colgarlo en un sitio importante de la casa de campo, sencilla y pequeña, pero que cobrará importancia, mucha, tan pronto el tambor adorne una de sus paredes. Y algún rato, hacerlo sonar. Con no mucha sapiencia, pero con todo el calor del mundo.

 

                                                                                    José-Luis Félez Soriano

                                                                                      Zaragoza, marzo-2006