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Arturo Bosque

   

El Destino (quizás fracasado) de los hombres es alcanzar la Felicidad

por Eliseo Bayo

 

El hombre libre, que busca la felicidad, combate el orgullo, el egoísmo y la ambición, para que imperen la abnegación, la caridad y la verdad. Es el sentido de su peregrinación en esta tierra, no simbólica (como en el 18º) sino real.

 

El Destino del hombre, proclamado en algunas Constituciones políticas -y en especial por los fundadores de los Estados Unidos de América- es alcanzar la felicidad en este mundo (el otro no es asunto suyo). La felicidad descansa sobre el cumplimiento diario de los derechos humanos cuya declaración universal debe ser de obligado cumplimiento. El Estado es no sólo el instrumento para lograr la felicidad de los ciudadanos, sino su única razón de ser. Un Estado será moralmente bueno y competente si contribuye a asegurar la felicidad de sus ciudadanos. Cada uno de éstos debe trabajar y esforzarse en todos los ámbitos -moral, intelectual, profesional- por alcanzar la felicidad individual, que no ha contradecir ni ser obstáculo a la felicidad del vecino. El Estado debe ser la asociación libre de hombres libres que convive en armonía y en paz con otros Estados libres, diferentes y distintos.

Ningún ser humano moralmente desarrollado se mueve por aspiraciones contrarias a estas ideas: ama la paz, respeta al vecino, defiende la justicia. El Decálogo reúne un conjunto de normas morales universales, válidas para regular el comportamiento individual y la sociedad en este Globo (y en otros, si es que existen). El hombre libre, que busca la felicidad, combate el orgullo, el egoísmo y la ambición, para que imperen la abnegación, la caridad y la verdad. Es el sentido de su peregrinación en esta tierra, no simbólica (como en el 18º) sino real, y cada noche se examina sobre el sentido de sus pasos.

 

¿Son una utopía tanto la declaración como el instrumento para lograrla? En modo alguno. Es una tarea concreta que se puede y hay que realizar cada día, mientras que la utopía es por sí misma un deseo quizás inalcanzable. No nos escudemos en la utopía para dejar de hacer las cosas que son posibles. Cada uno debe empezar por amar la paz, respetar al vecino y defender la justicia desinteresadamente. La Justicia no tiene los ojos vendados porque es ciega -cosa que la haría arbitraria -, sino porque aconseja que todos deben cerrar los suyos ante ella para no mirar la propia conveniencia. La Justicia exige confianza, pero debe merecerla. El Estado tiene la exclusiva de administrar la justicia y emplear la violencia, pero no el monopolio de la moral, que es un patrimonio por encima del Estado: por esta razón sus actos no pueden ir en contra de la moral ni crear un sucedáneo de ésta para encubrirlos. No existe razón ni razones de Estado que puedan amparar actos injustos contra los ciudadanos ni contra otros Estados; el crimen, la tortura, el secuestro pueden ser actos políticos,  siempre perversos, pero nunca serán actos morales lícitos.

 

En el terreno público y en el privado se suele confundir el Destino con la Fatalidad. Lo primero es el resultado de la lucha por la libertad individual y la colectiva. Tenemos un Destino como finalidad y un Destino como resultado. La Fatalidad es la consecuencia de la aplicación de malas políticas en lo privado y en lo público.

El Destino es el desenlace global de multitud de decisiones tomadas previamente. El Destino último llega cuando ya no hay otra elección. Es la absoluta privación de libertad, la no salida, el callejón sin salida. A medida que se estrechan las posibilidades de opción se aprecia la infinita variedad de elecciones que se pudieron hacer en cada momento, diferentes de las que se tomaron. Pudimos haber tenido infinitas vidas distintas, fuimos libres siempre en la capacidad de elegir otras salidas. Normalmente achacamos al destino, cuando no existía todavía, nuestro infortunio (privado o público). Pero el destino si no existe al principio de nuestros días, y ni siquiera a lo largo del camino emprendido, se presenta inexorablemente al final de la vida individual y en el ocaso de las sociedades. Ya no hay marcha atrás.

Echamos la culpa al destino, cuando todo fue consecuencia de nuestra capacidad libre de elegir, tanto en lo privado como en lo público. Es cierto que decidimos en función de nuestras apetencias, de nuestras ideas equivocadas y de nuestro carácter mal construido, pero también lo es que fuimos los principales artífices de todas esas condiciones. Tuvo papel importante la influencia de los demás, de la sociedad y del sistema que nos tocó vivir. Si somos sinceros, como debemos serlo al final de nuestros días, comprenderemos que todos los errores de nuestra vida pudieron haber sido evitados.  Y aún es más, en el tiempo de la decisión equivocada, sabíamos que estábamos tomando la mala decisión, la mala elección, pero en aquel momento fue la más sencilla, la menos conflictiva, la más cómoda, la más fácil. Quizás de haber tenido una actitud vigilante sobre cada una de las consecuencias de los actos que emprendíamos, podríamos haber construido un destino distinto, quizás mejor. La felicidad se nos escapó de las manos. Lo que vale para los ciudadanos, vale para el Estado. Pudimos haber alcanzado la felicidad, en lo privado y en lo público, pero no dimos los pasos adecuados en esa dirección.

 

Todo esto no contradice otra esencia del Destino. En efecto, nuestro destino es el resultado de las acciones que otros han tomado sobre nosotros. Nuestro porvenir estuvo en sus manos, como también en las nuestras estuvo el de otras gentes. En lo privado así es. No fuimos justos con los demás; no lo fueron con nosotros. Fuimos el infierno de los otros, y ellos el nuestro. Pudo haber sido evitado, con un poco más de reflexión, con menos orgullo, con más tolerancia, con amor.

En lo público resulta clamoroso. El destino de los ciudadanos de Iraq, de Africa, de Palestina, no depende de ellos sino de lo que se decide a miles de kilómetros de allí (o a pocos metros). Centenares de vidas, millones, de historias individuales, de proyectos, de aventuras humanas, de seres que llegaron a la vida para no merecer tanto sufrimiento, no pueden realizar otro proyecto que no sea el de la contemplación del desastre, el horror, la mutilación. ¿No merecieron un destino mejor? ¿No fueron creados para la Felicidad? ¿Pueden los Estados, y en especial aquellos que nacieron precisamente con la declaración de luchar por la felicidad humana, propiciar, amparar, no impedir tanto sufrimiento, tanta injusticia, tanta iniquidad, cuando está en sus manos detenerlo, y sobre todo no causarlo? ¿Podemos seguir hablando de moral universal, de valores a defender,  cuando nuestro mundo ha convertido en espectáculo diario el sufrimiento del mundo al que hemos convertido en ajeno?

 

¿El conocimiento que Dios tiene del fin de los acontecimientos humanos y espaciales contradice la libertad del hombre y de las cosas para manejar su Destino? De ninguna manera. Debemos reconocer que no era literatura fantástica el relato del viaje que solían hacer los dioses a fin de consultar lo escrito en el gran libro, liber scriptum, que contenía completa la historia de los hombres y de las naciones, in quo totum continetur.

Incluso los hombres, sin necesidad de poseer grandes dotes, pueden saber a ciencia cierta qué sobrevendrá como consecuencia de una elección determinada.  No hace falta ser dios menor, ni tener acceso a los grandes arcanos,  para saber lo que ocurrirá en el mundo si se llevan a cabo decisiones tan maléficas como las que se están tomando en esa encrucijada física, cultural y moral del mundo que es el Oriente Medio. Africa. Ese no es un Caos del que pueda salir un Orden, sino exactamente lo contrario. 

La única diferencia con los humanos es que Dios lo sabe a ciencia cierta, porque para El ya no existe el tiempo, ni el espacio- y ni siquiera la Creación-, y quizás haya tomado la decisión de admitir que fuimos una Creación fracasada y hay que ponerse a hacer otra, que de mejores resultados. Ya ocurrió numerosas veces. La Humanidad – o las sucesivas series de humanidades- se renueva, como la Naturaleza, íntegramente por el fuego. A la espera de esa Fatalidad ineluctable, seguimos afirmando insanamente que se puede construir con la maldad, con el engaño y con la impostura un mundo futuro de felicidad.

 

Eliseo Bayo